Hay algo equivocado en la idea que los españoles tenemos de la navegación deportiva: competiciones transoceánicas, yates fondeados en lugares lujosos, regatas con la familia real al completo y nietecitos rubios incluidos, ropa supermegapija de marca y mucha America’s Cup, que es como –tan idiotas para estas cosas como para otras– llamamos ahora a la Copa América de toda la vida. Esa idea errónea se ve reforzada por nuestro sistema de puertos deportivos, y por la imagen que de ellos dan ciertas organizaciones ecologistas, bloqueando proyectos que, ejecutados con honradez e inteligencia, serían beneficiosos para todos. Y así, España, pese a estar hormigonada de costa a costa, es paradójicamente uno de los lugares peor dotados en puertos deportivos de la Europa mediterránea. Y cuando se construyen, es para dejar fuera a los auténticos navegantes. A la gente de mar con vocación y ganas.
Acabo de leer una Patente de APR titulada Megapuertos y pijoyates. Da la
casualidad que estoy ahora de vacaciones en un pueblecito marinero en
el suroeste español. Hará unos cinco años que descubrí estos parajes
casi vírgenes y me enamoré del lugar, de su mar –atlántico con sus
enormes olas-, de sus dunas cuya arena color sepia me hacían recordar
otro Atlántico quizás más bravo y más al Sur, de sus casas bajas y
blancas, cuya luminosidad hiere las pupilas y cuyas puertas permanecían
todo el día abiertas ofreciendo al curioso la posibilidad de imaginar
las quehaceres cotidianos de sus moradores, de sus barquitos, pintados
de blanco y azul, abandonados, tras la faena, en la ribera, de sus
marismas y mosquitos que ahuyentaban a los turistas y permitió que
durante muchos años estas tierras se mantuvieran menos urbanizadas. Un
paraíso para mí y para mi familia.
No lo pensamos más y decidimos afincarnos ahí aunque sólo fuera en vacaciones.
Han pasado cinco años y mientras tanto los especuladores tardíos, que también les debió de atraer el lugar, se afanaron en construir hoteles, villas, apartamentos y campos de golf, bien es cierto que con cierta mesura y con muy buen gusto, construcciones para pequeños y medianos burgueses y para personas y personajes más pudientes.
El pueblo, que tanto me había atraído, se transformó. Se abrieron más restaurantes, más chiringuitos, tiendas, el todo a cien de la gitana se ha convertido en una tasca, las casas siguen con las puertas abiertas pero ahora venden verduras y pescados a los turistas lo que les permite construir un segundo piso a la pequeña casita marinera, y me alegro por ellos.
Pero, la ría también fue transformándose. Los barquitos de pescadores, de color blanco y azul, que poblaban la ría se van haciendo invisibles tras la proliferación de veleros grandes y pequeños, barcos de motor, yates y motos de agua.
Sólo se salva mi queridísima flecha, de casi 15 km. de largo, que sigue virgen y en la que todavía se puede estar sólo y tranquilo, disfrutando de la fina arena caliente, de las múltiples conchas y del azote del mar acompañado del grito de gaviotas, piqueros y correlimos.
¡Pero los especuladores acechan
No lo pensamos más y decidimos afincarnos ahí aunque sólo fuera en vacaciones.
Han pasado cinco años y mientras tanto los especuladores tardíos, que también les debió de atraer el lugar, se afanaron en construir hoteles, villas, apartamentos y campos de golf, bien es cierto que con cierta mesura y con muy buen gusto, construcciones para pequeños y medianos burgueses y para personas y personajes más pudientes.
El pueblo, que tanto me había atraído, se transformó. Se abrieron más restaurantes, más chiringuitos, tiendas, el todo a cien de la gitana se ha convertido en una tasca, las casas siguen con las puertas abiertas pero ahora venden verduras y pescados a los turistas lo que les permite construir un segundo piso a la pequeña casita marinera, y me alegro por ellos.
Pero, la ría también fue transformándose. Los barquitos de pescadores, de color blanco y azul, que poblaban la ría se van haciendo invisibles tras la proliferación de veleros grandes y pequeños, barcos de motor, yates y motos de agua.
Sólo se salva mi queridísima flecha, de casi 15 km. de largo, que sigue virgen y en la que todavía se puede estar sólo y tranquilo, disfrutando de la fina arena caliente, de las múltiples conchas y del azote del mar acompañado del grito de gaviotas, piqueros y correlimos.
¡Pero los especuladores acechan
Acabo de leer una Patente de APR titulada Megapuertos y pijoyates. Da la casualidad que estoy ahora de vacaciones en un pueblecito marinero en el suroeste español. Hará unos cinco años que descubrí estos parajes casi vírgenes y me enamoré del lugar, de su mar –atlántico con sus enormes olas-, de sus dunas cuya arena color sepia me hacían recordar otro Atlántico quizás más bravo y más al Sur, de sus casas bajas y blancas, cuya luminosidad hiere las pupilas y cuyas puertas permanecían todo el día abiertas ofreciendo al curioso la posibilidad de imaginar las quehaceres cotidianos de sus moradores, de sus barquitos, pintados de blanco y azul, abandonados, tras la faena, en la ribera, de sus marismas y mosquitos que ahuyentaban a los turistas y permitió que durante muchos años estas tierras se mantuvieran menos urbanizadas. Un paraíso para mí y para mi familia.
ResponderEliminarNo lo pensamos más y decidimos afincarnos ahí aunque sólo fuera en vacaciones.
Han pasado cinco años y mientras tanto los especuladores tardíos, que también les debió de atraer el lugar, se afanaron en construir hoteles, villas, apartamentos y campos de golf, bien es cierto que con cierta mesura y con muy buen gusto, construcciones para pequeños y medianos burgueses y para personas y personajes más pudientes.
El pueblo, que tanto me había atraído, se transformó. Se abrieron más restaurantes, más chiringuitos, tiendas, el todo a cien de la gitana se ha convertido en una tasca, las casas siguen con las puertas abiertas pero ahora venden verduras y pescados a los turistas lo que les permite construir un segundo piso a la pequeña casita marinera, y me alegro por ellos.
Pero, la ría también fue transformándose. Los barquitos de pescadores, de color blanco y azul, que poblaban la ría se van haciendo invisibles tras la proliferación de veleros grandes y pequeños, barcos de motor, yates y motos de agua.
Sólo se salva mi queridísima flecha, de casi 15 km. de largo, que sigue virgen y en la que todavía se puede estar sólo y tranquilo, disfrutando de la fina arena caliente, de las múltiples conchas y del azote del mar acompañado del grito de gaviotas, piqueros y correlimos.
¡Pero los especuladores acechan